29.10.15

El desprecio

No se insistirá lo suficiente: lo que los nacionalistas catalanes presentan como una confrontación entre “Cataluña” y “España” es, antes que nada, una confrontación de ellos con los catalanes que no son nacionalistas. Estos son su obstáculo principal, los que les enturbian el mapa uniformizador de esa nación que tienen en la cabeza y pretenden imponer. El instrumento que los nacionalistas usan, para neutralizarlos, es la extranjerización; de momento semántica, después ya se verá.

Cuando Carme Forcadell fue designada por los suyos para que presidiera el parlamento catalán, declaró: “Intentaré que sea el Parlament de todos”. De todos los catalanes, se sobreentiende. Pero su discurso tras la proclamación fue partidista, sectario, excluyente: o mintió cuando dijo “todos”, o en ese “todos” no incluye a los no nacionalistas (que no estarían, pues, en ese “todos los catalanes” sobreentendido). A mí me parece que es lo segundo. No necesariamente de un modo deliberado, sino como formando parte del pack de la mentalidad nacionalista; una de cuyas inercias es el desprecio por los otros.

Una vez que se ha colocado a una Tejera como Landelina Lavilla del Parlament, no cabía sino proceder a un golpe de Estado desde dentro, con paripé institucional. Tras la constitución del parlamento y el selfie de los independentistas (al que Félix Ovejero puso como pie de foto: “Adolescentes jugando con explosivos”), Junts pel Sí y la CUP emitieron el documento para la independencia, sus “¡quieto todo el mundo!” y “¡se sienten, coño!” particulares. Otra muestra de desprecio, esta aún más seria, hacia la mitad del electorado catalán. Aunque no es cuestión de número: el desprecio es a la democracia misma.

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros (por emplear la fórmula de Luis Cernuda): los nacionalistas le están haciendo esto a un Estado democrático. Y sin ninguna “razón”. Es decir, sin ningún motivo “real”: que tenga que ver con la vida práctica de los ciudadanos, ni sus derechos, ni sus libertades.

No deja de llamarme la atención nuestro lastre franquista. Tan poderoso, o tan puñetero, que se da hoy más entre quienes utilizan el antifranquismo como coartada. Tomar un cargo institucional que debería ser imparcial, como el de la presidencia del Parlament, como ariete ideológico es franquismo puro. Como lo son esas consideraciones que esgrimen los de Podemos, y algunos socialistas, acerca de que con otro presidente que no fuera Rajoy “los catalanes querrían quedarse en España”. Esa incapacidad para separar el cargo institucional, democrático, que representa a todos, del comisario político. Ese desprecio, de fondo, por la democracia. La formal, por supuesto.

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En El Español.