28.1.14

Poeta de cabecera

La felicidad lectora es tener un poeta de cabecera. Alguien que ha escrito exactamente las palabras que había que escribir: las que necesitas en un determinado momento. Se produce entonces una comunión con la página que solo se parece al engatusamiento con ciertas canciones. Aunque la poesía va más limpia, y está más articulada; junto con la emoción, contiene más inteligencia. El poeta de cabecera es exclusivo. La identificación con él es tal, que despierta un afán monoteísta. O en todo caso jerárquico, como un Olimpo en que pueden habitar varios dioses pero presididos por Zeus.

Se trata de una presidencia, no obstante, que va mudando con los periodos de la vida. Mi primer poeta de cabecera fue Antonio Machado. Luego han ocupado el puesto Luis Cernuda, Cavafis, Pessoa, Borges, Valente, Gil de Biedma, José María Álvarez, Breton, Eliot, Apollinaire o Luis Antonio de Villena. También Octavio Paz. Y otro mexicano, el que nos dejó el domingo a los setenta y cuatro años: José Emilio Pacheco. Se ha asomado ahora a la prensa española con su muerte, como lo hizo en 2009 cuando le concedieron nuestro máximo galardón literario, el Premio Cervantes.

Los premios y la muerte. O alguna desgracia, o la locura. He ahí el estrecho camino noticiable de un poeta. Pero en sus poemas, el mundo se ensancha. En ellos habita la corriente que va por debajo de la actualidad: el tiempo en sus profundidades, y no en su espuma. ¿Por qué fue mi poeta de cabecera? Creo que por su lucidez, justamente, en cuanto a la percepción del tiempo. Tenía una conciencia de la fugacidad que contemplaba la vida como ya deshaciéndose. Y así también la historia: amarilleando desde el mismo día como un periódico.

Pero su palabra era perdurable, en el momento de la lectura. Las fugacidades se aplacaban con la conciencia de las fugacidades. Y estaba lo que se quiere, de entre lo que se va perdiendo. Sus poesías completas, que llevan el título general, temporal, de Tarde o temprano, son un catálogo de esos amores inevitablemente en retirada: el propio amor y los paisajes, las ciudades y el mar; el sol, la lluvia y la nieve; los animales y los monumentos, piedra trabajada con la carne; la amistad, la ironía y la belleza; las galaxias y los hormigueros; el juego, el aprendizaje. Y el contrapunto de los crímenes, las iniquidades, el dolor. Pero además el placer y la literatura.

Y encontró, después de todo, un consuelo ante la muerte: el relevo; la pervivencia en los que siguen. La eternidad terrena de la generación: en hijos, obras y recuerdos. Los lectores de Pacheco recordamos especialmente estos días el poema que le dedicó a un amigo que se murió joven. Las palabras surgen, en la página, de un paseo por el Bosque de Chapultepec; y con ellas el poeta nos alivia de su propia muerte:
El otoño era la única deidad.
Renacía
preparando la muerte,
sol poniente
que doraba las hojas secas.

Y como las generaciones de las hojas
son las humanas.

Ahora nos vamos
pero no importa
porque otras hojas
verdecerán en la misma rama.

Contra este triunfo
de la vida perpetua
no vale nada
nuestra mísera muerte.
Aquí estuvimos,
reemplazando a los muertos,
y seguiremos
en la carne y la sangre
de los que lleguen.
[Publicado en Zoom News]