17.5.13

Ronda de librerías

A mi ciudad de la costa vino la semana pasada una amiga editora de la capital, junto con su encargada de prensa. Estaban en una ciudad cercana para presentar un libro y aprovecharon para visitar librerías de la región. “Venimos a vigilar el negocio”, dijo la editora con gracia. Todos saben cuál es mi ciudad, y cuál es la capital, y los de aquí averiguarán cuáles son las librerías que recorrimos. Pero me he inclinado por no decir nombres esta vez, no tanto por discreción (no cuento nada indiscreto) como para que se produzca un efecto abstracto. Es una croniquilla flotante en el espacio, pero anclada en el tiempo: el de nuestra crisis y todo lo demás. Al juntar las impresiones de la ronda sale una especie de diagnóstico.

Para mí el paseo tuvo su cosa, porque la relación que mantengo con los libreros es esquiva. Nunca les pregunto nada y me molesta cuando se dirigen a mí. Me gusta entrar en las librerías furtivamente: solo a mirar libros, y a pagar los que me llevo; la transacción de la caja es la única que mantengo con el personal. Todo lo que se salga de ahí me disgusta, como me disgustan los chefs que te interrumpen la comida: esas odiosas comidas con aparato teórico. Yo voy al restaurante a comer, no a hablar; y a la librería solo a hojear y a comprar libros. No tengo, por tanto, relación con ningún librero de mi ciudad. Ir en una comitiva que se proponía abordarlos era para mí novedoso. Tenía curiosidad. Aunque también me preocupaba que se “quedasen con mi cara” y me hablasen en el futuro. Para evitarlo me he autorrecetado estar un tiempo prudencial sin visitar esas librerías: mi cara, por fortuna, es la del hombre de la multitud, y en unas semanas se disolverá en su memoria como un azucarillo.

Me quedarán al menos las librerías de viejo; y las librerías de las franquicias de la ciudad, que son tres. Estas no las visitamos. Fuimos a las otras cuatro, que se encuentran por la zona del centro. El primer dato es que el año pasado eran cinco: la más exclusiva, la que tenía más libros de editoriales pequeñas, cerró. Puede que no se la mereciera la ciudad. Aquí, por ejemplo, abrieron un Vips hace quince años y en pocos meses tuvieron que cerrar la parte de los libros. El cierre fue ostensible, para complacer sin duda al lugareño: tapiaron la dependencia como para asegurar que no iba a colarse ningún efluvio libresco en el comedor. Aunque el negocio terminó fracasando entero, como si el hecho de que alguna vez contuviera libros fuese una falta imperdonable. (Hoy, por lo demás, en todos los Vips del país están reduciendo la sección de librería de manera drástica).

La ronda fue a media tarde, de un miércoles nublado pero primaveral. En tres de las cuatro librerías no había ningún cliente. En la cuarta había una larga cola en la puerta, pero porque iba a firmar ejemplares un autor de best sellers sensibleros. Ya llegaremos ahí. Empecemos por la primera librería. Fue la más grande de la ciudad durante mucho tiempo. Hace diez años la ampliaron aún más. Hoy la han vuelto a reducir. Se han desprendido de la mitad de uno de sus locales, que se ha convertido en una copistería. “Las cosas van mal”, dice la librera de la caja de abajo, “pero no paramos de hacer cosas, presentaciones, talleres, para que haya movimiento, para que la gente entre y sepa que estamos”. Los empleados están haciendo un esfuerzo (reduciéndose los sueldos, creo entender), “para ver si aguantamos todos”. Nos cuenta que los propios libros están bajando de precio. Una edicioncita medio lujosa de uno, que empezó vendiéndose a 16 euros, “ya va por 5,90”. Hay un plus sentimental en la conversación, tanto por parte de la librera como de la editora y la encargada de prensa. La pena no es solo que el negocio vaya mal: es también que los libros vayan mal. Detecto una melancolía añadida: más allá de lo comercial, de lo que viven, sus puestos les permiten atisbar un elemento de la sociedad averiado.

La segunda librería me parece que es a la que peor le va. Al menos, es la que yo ahora menos visito y la que siempre veo más vacía. Pero hay una librera guapa, delgadita, que le gustaba mucho a un amigo mío y a la que por primera vez escucho hablar largamente. Es la que está más nerviosa. Y la que trata de apuntalar de un modo más visible su establecimiento: “Esta librería ha sido siempre una de las referencias de la ciudad”. Cierto. Fue la primera en la que yo entré, con quince o dieciséis años. La vi mientras paseaba por una calle (entonces estaba en otra) y con un movimiento súbito pasé a preguntar por la novela de un autor sudamericano cuyos cuentos estaba leyendo entonces. Al salir me di cuenta de que la librería se llamaba igual que la novela, y me dio tanta vergüenza que quizá sea ese el motivo por el que rehúyo hablar con los libreros. Cuando nos despedimos observo que a la librera le ha gustado la visita. Como si fuese un certificado de existencia. Ocurrió también con la de hace un rato. Y por parte de la editorial hay satisfacción al encontrar los libros en las estanterías y en los escaparates. Se produce un anudamiento de los dos extremos del circuito. Falta el lector.

Con la tercera librería tengo otra historia. La lleva hoy un chico joven, con aspecto indie; pero en mis tiempos universitarios los libreros eran unos ancianos que debían de ser sus abuelos. Un día a un amigo y a mí nos registraron a la salida, acusándonos de haber robado. No teníamos nada. Los abuelos se excusaron, pero mi amigo y yo nos juramos no volver a entrar nunca más en ese sitio. Pasado el tiempo, desde que se hizo cargo el joven, el escaparate se convirtió en el más primoroso de la ciudad. Hasta el punto de que no parece de la ciudad. Mi amigo y yo nos hemos parado mucho a mirarlo, sobre todo de noche, con la librería ya cerrada y cuando volvíamos de tomar unas copas. Hemos mirado, remirado y fotografiado ese escaparate. A todo el mundo le hemos ensalzado el nivel inaudito de ese escaparate, y cuando ha venido un visitante a la ciudad le hemos llevado a que lo vea. Pero hemos seguido sin entrar, porque los juramentos provincianos son indelebles. O lo eran: porque, llevado por los aires sueltos de la capital, entro tantos años después. Pillamos al librero amontonando cajas en el suelo. Pensamos que es por la feria del libro, porque en las anteriores librerías (se me ha olvidado mencionarlo) han dicho que empezaba el viernes: este año la adelantan y además la ponen en un sitio mejor, el remodelado puerto. Pero el chico no tiene caseta, porque son muy caras. Las cajas son de devoluciones a la distribuidora: mil libros. “Cada vez es más difícil mantener el concepto que yo quiero, que es el de librería de fondo”, dice, “que haya libros que estén bien, que me gusten, y que el que venga aquí lo sepa”. Aprovecho para echar un vistazo por las estanterías, mientras oigo de fondo la conversación. Hablan del libro electrónico, de la piratería. De que se vende y se lee poco también en ese formato, en realidad. Tiene buenos libros el muchacho, el interior es digno del escaparate. Veo un libro que me interesa, lo pago, y luego me doy cuenta de que es del tiempo en que sus abuelos me registraron.

La cuarta librería es la de más éxito ahora. La abrieron en la década de 1990 en una zona muy transitada de la ciudad, que jamás había tenido una librería, y funcionó. La editora me dice que el mayor porcentaje de ventas de la ciudad le llega de ahí. Aunque en la ciudad se vende poco en general. Y en la región. (Deprimición por mi parte, como diría –según le traducen– mi novelista favorito). En la puerta, como dije, hay una enorme cola que le da la vuelta a la esquina. Nunca había visto nada igual. Dentro de la librería hay una mesita donde se anuncia para más tarde la firma del aludido autor de best sellers sensibleros. No cabe duda de que su mensaje llega. Un mensaje superoptimista, que a mí me deprime; aunque al público no. El primero de la cola es un joven con barba pelirroja. La segunda una mujer en silla de ruedas. Soy elitista pero no es para presumir: el elitismo es un exilio. Aparte de la cola, en esta librería hay algo más de movimiento que en las otras tres, aunque tampoco mucho. El librero se queja de la situación, pero habla de aguantar: “Como me dice otro amigo mío librero, es que si cierro, ¿adónde voy?”. Está en tensión, y pendiente. Lamenta los tiempos en que “nos gastábamos treinta euros en una botella de vino”. Y nos confiesa, bajando la voz, que a veces, para tranquilizarse, se va a la caja, porque lo que más le relaja es cobrar. Para ver al hombre en acción, la editora le compra un libro. En realidad, ha hecho compras en todas las paradas. “Es que no puedo entrar en una librería y no comprar un libro”, se excusa más tarde, mientras nos tomamos un café en el puerto, justo donde están montando las casetas. Ha venido a vigilar el negocio, y también a dinamizarlo.

Varios días después, ya solo, y como por completar la ronda por mi cuenta, me acerco a la feria. Está este año, en efecto, en un sitio precioso: en el muelle nuevo, junto al mar. Pero hay la mitad de casetas que el pasado, y veo escaso público. Acudo a la presentación de un libro, editado por un amigo de la ciudad, y el autor, como para redondear esta crónica, recuerda la frase de mi filósofo favorito, cuyo nombre tampoco voy a mencionar, aunque todos lo conocen: “El desierto crece...”.

[Publicado en Jot Down]