16.5.10

Marco Polo en Ronda

Para Txani, por la espera

El 16 de marzo estuve por primera vez en Ronda. Me avergonzaba no haber ido antes; pero también me hacía gracia ser un Marco Polo de la propia provincia. Era un martes de preprimavera. Con el invierno aún fresco, parecía que se trataba de la onda expansiva de la primavera futura, que se infiltraba en el presente. Tuve suerte con el sol, que acompañó toda la jornada; aunque con capotazos oscuros de las nubes. En el autobús iban dos damas europeas, con sombrero, y pensé que ninguna otra población malagueña selecciona turistas así. Tampoco solemos tener unos campos tan verdes como los de aquella mañana. Los miraba mientras escuchaba por los auriculares una conferencia de Claudio Guillén sobre Montaigne. En un momento dado dice el conferenciante: "lanzarse al vacío, casi sin paracaídas". Antes de oírla, había logrado leer una frase del libro de otro viajero: "una fuerza de gravedad hacia lo alto". Y ese doble peso, esa intersección, fue lo primero que sentí cuando pisé Ronda: elevación, pureza de la elevación; y a la vez visión y magnetismo de las profundidades. Ronda me pareció una suerte de plataforma metafísica; pero de una metafísica no especulativa sino sensorial. Transparente.

Viajé en el autobús por la mañana y mi idea era regresar a última hora en el tren, para ir leyendo. Pero en la estación me dijeron que había que hacer transbordo en Bobadilla, que el margen era sólo de diez minutos y que, si llegábamos tarde, me quedaría colgado hasta el día siguiente. Pasar una noche en Bobadilla era de un malditismo tan sin recompensa, que decidí volver también en autobús.

Hace dos meses de aquello y le prometí a Txani Rodríguez un recuento del viaje, que he ido postergando. Txani es de Llodio, pero pasó parte de su infancia en Ronda. Durante mi visita fui tomando apuntes para escribir después algo más elaborado. Ahora, al repasarlos, me parece que es mejor apoyarme en ellos para emitir pinceladas impresionistas.

* * *
Al asomarme por primera vez al balcón, con la conciencia de haber ido tan tarde, me formulo: abismo aplazado.

Impaciencia al principio, en tanto aparecen las imágenes conocidas: las postales.

En la explanada que hay ante la plaza de toros han puesto una meta y calles como para una competición deportiva. Hay también un amenazador escenario.

La estatua de Blas Infante me pone de mal humor. Si se hiciera una lista de los trescientos mil andaluces más importantes de la historia, Blas Infante estaría en el puesto trescientos mil. Es un tontaina, un curilla, que se subió al carro de la cursilería triunfante. Su fusilamiento fue una desgracia, pero no sólo para él: también para nosotros, que ahora nos tenemos que comer al mártir con patatas.

Voy caminando por la cornisa. Literalmente, el borde de la ciudad. Enfrente, al otro lado del valle, la Serranía: como un biombo del horizonte.

Excursión de un instituto. Pasan por el Puente Nuevo. Una chica, que andará por los trece, le pregunta al profesor: "¿Éste es el balcón del cooo...?". No completa la palabra. El profesor sonríe: "No, éste es el Puente Nuevo".

Me quedo asomado un rato. Viendo correr el agua. Duchamp (y yo pensando por él) lo hubiera visto como una gruta vaginal. Pienso: caída, antierección. (Éste, en realidad, es el genuino balcón del coño.)

En la entrada del Museo Lara, junto con la Sala de Armas y la Sala Científica, se anuncia una Sala de Relojes.

Al pasar ante una tienda, cazo la frase de un lugareño: "Tiene el pulmón estrecho del humo".

Casa del Gigante, plaza del Gigante.

Estatua de Vicente Espinel. Había olvidado que era de aquí. Me viene un sonsonete del colegio: "décima o espinela".

Una fachada luce la distinción del primer premio al embellecimiento de fachadas. Miss Fachada.

Al adentrarme caigo en la cuenta de que no pasaba por calles así desde que estuve en Asilah. Allí todas las tardes me daba un paseo por la Medina pensando en las calles andaluzas. Pero en Málaga no las hay: sólo en los pueblos.

La música callejera es un coñazo, como en todos los sitios; pero aquí se ajusta a una elegancia: la de esa Andalucía o España que se vende en el extranjero, y que es la que da también Almodóvar en sus películas. Albéniz, Tárrega, Rodrigo. Cuando el guitarrista se calla, puedo escuchar el borboteo de la fuente, que es superior.

Es en la plaza de María Auxiliadora. Nunca me había parado a pensar en ese adjetivo: auxiliadora.

A mis espaldas, una anciana del pueblo le dice a alguien: "El jardinero está hoy labrando el jardín". La aplicación de esa palabra, labrando, por parte de una persona cuya vida ha debido de estar más cerca del campo que de los jardines.

Me detengo ante el Palacio de Mondragón. Una profesora les explica a sus alumnos que es del siglo XIV, que en su interior hay un laberinto de subidas y bajadas, que hay un pasaje subterráneo secreto y entonces grita: "¿Queréis callaros?". Dos niños estaban hablando, sí: pero no muy alto. Se adueña de mí un agotamiento hacia toda pedagogía posible e imposible.

Encuentro nombres que me suenan de toda la vida como calles de Málaga: Trinidad Grund, Duquesa de Parcent...

Me alegra estar caminando solo, a mi aire, semidistraído. Me doy cuenta entonces de lo mucho que me cansa viajar con compañeros que señalan hacia aquí y hacia allá. Como Curro y Almudena, que hace tres años en Villafranca del Bierzo se volvían locos señalando "casas blasonadas". Seguro que me estoy cruzando con cientos de casas blasonadas, pero se me da una higa.

Mantengo también, naturalmente, mi rabiosa consigna de "¡Nada cultural!". Sólo flaqueo un poco al pasar ante el Museo del Bandolero. Pero me reprimo.

Llega la hora de comer y dudo si sentarme en algún restaurante "del lugar". Leo en un cartelón: "lentejas a la rondeña". Y en ese momento decido comer en el McDonald's que vi antes de cruzar el puente. Probablemente será una modalidad exquisita, pero me niego a encomendarme a la mera indicación local. El "a la rondeña" se me aparece, de pronto, como una proposición preilustrada, oscurantista...

El McDonald's , en cambio, es puro siglo de las luces: ¡el esperanto de la gastronomía! En el piso de arriba, además, hay una ventana con vistas estupendas. Me asomo y pasa por debajo un ave negra, quizá un cuervo. Mientras degusto mi Big Mac, reflexiono sobre mis manías alimenticias. ¿No serán el síntoma de una merma del espíritu? Visualizo entonces a algunos gastrónomos que he tenido la ocasión de conocer, el suplicio que fue siempre comer con ellos, esa sensación de ser el comparsa de la copulación de esos narcisistas (¡anales!) con sus platos, y concluyo que el espíritu de ellos sí que está mermado. El Bulli produce espíritus basura, mientras que la comida basura produce artistócratas del espíritu...

Recibo una llamada de Nadales. Al saber que estoy en Ronda, me dice: "¿Qué, has ido a buscar al banderillero?". Se refiere al siniestro falangista que, en los comienzos de la Guerra Civil, toreó aquí a un republicano, poniéndole banderillas y todo lo demás. La tortura la cuenta Javier Marías en Tu rostro mañana, y Nadales y Jordá están tratando de averiguar la identidad del individuo. Me habla también de los suicidios desde el Tajo (dato que sabe de los años en que vivió aquí): cada año y medio se produce uno.

Busco una terraza donde tomar el café: están todas llenas. Si esto es así un día de entresemana de marzo, no quiero ni imaginar lo que será en vacaciones.

Durante mi paseo me he estado cruzando, además de con los turistas extranjeros y los grupos escolares, con individuos vestidos con monos naranjas. Corrían de acá para allá, consultando un papel con instrucciones, de un modo francamente desagradable. Ahora están todos ante la plaza de toros: para ellos era el montaje que vi al principio. Hay cientos de ellos, hombres y mujeres, y suena una música estruendosa. Se trata de un concurso de la Junta de Andalucía. Paseando por Ronda se aprecia de inmediato qué es lo que vende aquí, por qué vienen los turistas: elegancia, sosiego, música estilizada. Y llega la Junta a montar un insufrible pifostio... Blas Infante sonríe, con sus gafitas.

Uno de la organización se ha retirado a los jardines. Habla por un móvil con aire de conspiración y oigo algunas frases al pasar por su lado: "Estoy deprimido con eso... El proceso es que no se enteren... Es que a mí me encanta veros a vosotros".

Recuerdo y anoto una frase de Juan Ramón Jiménez que se decía en la conferencia sobre Montaigne: "Mi gran obra es el arrepentimiento de mi obra".

Me acomodo al fin en el sitio ideal: una mesa de la terraza del Parador, ante la barandilla del Tajo. Pido un café solo y un J.B. con hielo. Estoy al solecito, hace calor. Me quedo en manga corta, por primera vez este año. Enciendo un purito. Me pongo los auriculares y ahí me quedo un par de horas, escuchando a Ludovico Einaudi y Rosa Passos. Me encandilo con la versión de ésta, que no conocía, de "Papel maché". La escucho varias veces.

Desde donde estoy se ve el paisaje de esta foto, aunque con sol. Las personas que se asoman a aquel balconcito de perfil parecen suspendidas en el aire.

He pedido un segundo whisky. Estoy feliz. Se nubla intermitentemente. Me adormilo y el camarero me avisa de que cierran la terraza. Pago. Entro a mear. Cuando salgo tienen que abrirme la puerta de la calle, porque no sabían que yo estaba dentro.

Una niña pequeña a la que llevan en un carrito repite, como un mantra: "Ya, ya, ya, ya". No logro saber si es una alemanita diciendo "sí".

En la explanada de la plaza de toros ya no está la multitud de anaranjados: sólo un grupo de jóvenes de negro desmontándolo todo. El jefecillo, el típico espabilado dinámico, con melenita, grita consignas: "Vamos que se va el día... Os veo un poquito lentas, chicas... Venga, que me estoy aburriendo". El trasiego de las piezas metálicas es rápido. Las acomodan en el camión. Yo me fijo en una chica alta y fibrosa, guapísima, que acarrea ella sola unas cuantas varas.

Anoto el letrero que hay en el monumento al toro: "Al toro de lidia, pilar de la fiesta, de la cultura y la historia de un pueblo".

Rodeo por primera vez la plaza, desde fuera. Las banderolas están por uno de sus lados en inglés: "The Bullfighting Museum". Todo tiene que ver ya con los toros. Restaurante Los Capeas. Una estatua de Pedro Romero a cuyo pie pone: "El cobarde no es hombre y para el toreo se necesitan hombres".

Alameda del Tajo, por donde entré esta mañana. Después de los jardines, un convento con un indicador macabro: Capilla de la Mano de Santa Teresa.

Las calles están limpias, no sucias como en Málaga. Ronda tiene algo de Córdoba o Sevilla: ciudades con habitantes más orgullosos de ellas que los malagueños de la suya. Y quizá son así por el orgullo de sus habitantes.

Me dirijo hacia el Hotel Victoria, del que tanto me ha hablado mi amiga Francis, y por el camino encuentro la primera mención de Rilke: Inmobiliaria Rilke. Más arriba: Papelería Rilke. Veo también un Pasaje de Hemingway. Y antes: el nombre de Antonio Ordóñez.

Otro elemento que faltaba: la Caja de Ahorros de Ronda. Por la mañana, desde el autobús, había visto la sede. Ahora, en una placita elevada, un monumento a Juan de la Rosa "erigido por suscripción popular". Reconozco la estatuílla de una niña lectora que aparecía en antiguos calendarios.

Traspaso la entrada del hotel. Bordeo el edificio y salgo a un jardín trasero, que da al Tajo. Allí está la estatua de Rilke. Queda por delante de una orla en la que pone "Barbacoa-Grill". Me formulo: Grill-ke. Al pie de la estatua viene una frase del poeta, que empieza: "del río en el abismo del tajo, reflejando las desgarradas luces de la altura (y de mí)...". Estuvo aquí en 1912. Casi un siglo ya.

Sólo hay un hombre, que se va pronto. Me siento en un banquito del mirador, ante la barandilla. Sigue haciendo sol, aunque ya empieza a refrescar. Fumo. Contemplo los reflejos de las luces en el río de abajo. Llega un matrimonio joven con un bebé, pero sólo están unos momentos. Del libro que llevaba en el macuto, El amor al nombre, de Martine Broda, leo los capítulos dedicados a Rilke: "Rilke y el amor intransitivo", "Rilke y el lirismo sublime". Mi idea es estar sólo un rato, y pasear después una hora más por el pueblo. Pero me voy quedando, quedando, y al final espero a que se ponga el sol. Esto será pues, para mí, lo último de Ronda.

Por la Serranía, el horizonte queda aquí a la altura de los ojos: el sol se pone enfrente. Observo este espectáculo nuevo para mí: el ensombrecimiento del valle. Cómo le va faltando la luz. De pronto hace frío, el viento mueve los árboles, los animales se alteran. Pienso: el trauma del crepúsculo.