9.11.09

Mejor el fuego

[Cuelgo aquí el artículo que, como anuncié, he publicado en la revista Boronía, dirigida por mi amigo Hervás. Ya he tenido ocasión de verla en papel: espléndida. Me ha emocionado ver mi texto impreso; aunque he tenido la sensación de que funcionaba peor que en pantalla. Por otra parte, caigo ahora en que, en esa condición, podría verse físicamente presa del fuego mencionado. Lo escribí a principios de septiembre.]

* * *
No sé cuánto llevan con la matraca del 2016 en Málaga, mi ciudad; pero cuando Hervás me invitó a participar en Boronía, pensé que una venganza perfecta sería defender la capitalidad cultural de Córdoba. Al fin y al cabo, la matraca cordobesa no me toca a mí. Y si le dan la capitalidad a Córdoba, es algo de lo que nos habremos librado los malagueños. Málaga, por lo demás, no debería permitirse lujos culturales: todo excedente presupuestario tendría que destinarlo en exclusiva a la contratación de barrenderos y basureros; más barrenderos y basureros. No hay ciudad más sucia que Málaga. Si merece un título, es el de capital europea de la basura (y, ya puestos, también de los escombros).

En ésas estaba, recreándome en el juego de la traición, cuando una amiga segoviana me dijo que Segovia optaba a su vez a la capitalidad cultural del 2016. Divertido, se lo conté a una amiga asturiana, quien me indicó que Asturias se presentaba igualmente, con una candidatura conjunta de Gijón, Oviedo y Avilés. No me lo podía creer. Fui al Google para confirmarlo, ¡y salieron diez más: Alcalá de Henares, Burgos, Cáceres, Cuenca, Palma de Mallorca, Pamplona, San Sebastián, Santander, Tarragona y Zaragoza! Esto era el camarote de los hermanos Marx de las capitalidades culturales...

El asunto, pese a lo risible, dejaba de ser una broma: se ponía en verdad interesante. Para empezar, lo obvio: el espectáculo grotesco de que casi todas las ciudades del país más cazurro de Europa (el de los bajísimos índices de lectura y el desastre educativo) se postulen como capitales europeas de la cultura... Con esto está dicho todo, pero se puede decir más. De puertas para adentro, nos encontramos ante un síntoma gordo de uno de nuestros males crecientes: el localismo. Había catorce candidaturas, pero yo sólo conocía dos: las que me pillaban más cerca; y si conocí otras dos, fue por boca de amigas de esas ciudades. Lo de la “capitalidad europea de la cultura”, por lo tanto, con lo cosmopolita que suena, es principalmente un ropaje para el consumo interno, para la autopropaganda local. Cada ciudad se repite a sí misma que merece ser la capital cultural de Europa, siquiera por la temporada asignada. Se echa mano de lo que se tiene —Picassos, Mezquitas, Acueductos— para ensalzarlo hasta la extenuación, en una suerte de apoteosis del narcisismo provinciano.

Está además el impagable espectáculo de las firmas. Las webs habilitadas, los pliegos. Es una invitación, naturalmente: sólo que, por unánime y ubicua, resulta intimidatoria (“una oferta que no se podrá rechazar”). No se llega al extremo de las amenazas (la cultura no da para tanto), pero, por ejemplo, conozco el caso de que a los participantes en un acto celebrado en una de las ciudades candidatas, se les pasó el pliego de firmas antes de serles entregados los cheques que les correspondían por su intervención. Es algo así de suave, sin violencia; y por supuesto que uno firma: ¿por qué no iba a hacerlo? Pero es en estas ocasiones amables donde mejor puede apreciarse la coacción. Una coacción que, por otra parte, resulta innecesaria: los artistas y “gentes de la cultura” de cada ciudad apoyan sin fisuras su 2016, por si les cae algo (que seguramente les caerá). Es un interés legítimo, aunque estéticamente un tanto deplorable. Y la ausencia de crítica hace que la propuesta se convierta en dogma.

Al final, no nos engañemos, el invento de la capitalidad cultural no es más que la construcción de un escenario al que el político se aupará para exhibirse. De ahí el énfasis, y de ahí lo arriesgado de la disidencia. Cuando vemos que hay cosas necesarias que no se hacen, mientras que hay otras innecesarias que sí se hacen, el criterio que suele aclararlo todo es el de la posibilidad que ofrecen para el lucimiento del político. El dinero que se va a gastar en la capitalidad cultural del 2016 resultaría mucho más provechoso, desde el punto de vista estrictamente cultural, si se destinase a la construcción de bibliotecas, o a becas, o al simple adecentamiento de las escuelas: pero daría para menos fotos. Cada año, cuando llegan los incendios, se repite la misma lamentación: “los incendios del verano empiezan a apagarse en el invierno”. Es en los trabajos poco lucidos del invierno donde está la clave: pero no se ejecutan, porque no son glamourosos. Siempre me acuerdo de lo que decía Félix Bayón: que lo más útil para prevenir el fuego son los rebaños de cabras por el monte, para que se coman los rastrojos; y que una de las causas de la proliferación de los incendios es que los políticos no se ven inaugurando rebaños de cabras...

Los incendios, la cultura. Las imágenes de este verano del fuego cercando la Acrópolis de Atenas. Precisamente esos días escuchaba yo conferencias sobre la Grecia clásica, de las que hay disponibles en la web (maravillosa) de la Fundación Juan March. Los conferenciantes, Rodríguez Adrados, García Gual, Lledó, insisten todos en lo mismo: que el fundamento de la democracia ateniense era la educación, la paideia. Sin paideia, literalmente, no hay democracia. La metáfora es fácil, pero exacta: la Acrópolis a punto de arder porque se ha descuidado lo esencial, el trabajo oscuro del invierno. Sin paideia, las capitalidades culturales son un mero festejo de verano: una pantomima.

La cultura, los incendios. Quizá lo que se merece una cultura que ha abandonado la educación y que, en consecuencia, se ha convertido en hojarasca, es eso: arder. Escribe Jünger: “La etapa museística es la etapa previa al mundo del fuego”. Las capitalidades culturales como algo esencialmente museístico. En su poema “Limbo” , Luis Cernuda cuenta la visita a una casa burguesa donde diletantes adinerados hablan y presumen entre obras de arte ya desactivadas. El poeta se siente extraño, aborrecido, y reflexiona sobre el artista que las creó: “Su vida ya puede excusarse, / Porque ha muerto del todo; / Su trabajo ahora cuenta, / Domesticado para el mundo de ellos, / Como otro objeto vano, / Otro ornamento inútil”. Me da la impresión de que el 2016, sea cual sea la ciudad elegida, va a ser eso: otro ornamento inútil. Como la Semana Santa, la Feria o los Juegos Olímpicos que se celebrarán ese mismo año y que otro político anhela como escenario para su exhibicionismo faraónico. El poema de Cernuda termina con este verso memorable: “Mejor la destrucción, el fuego”. No se trata de quemar ningún museo, ni ninguna ciudad convertida en museo: entre otras cosas, porque la quema de museos (el vanguardismo mecánico) es ya también un acto museístico. Pero queda el anhelo, la imaginación purificadora. Sólo en mi mente: sí, mejor el fuego.