26.6.07

Sociología de la caseta

Los libros me gustan en las librerías. A la Feria sólo voy, lo reconozco, para ver famosetes en sus casetas. Con la música me pasa igual: me gusta quietecita en sus grabaciones; si acudo a los conciertos es únicamente por sentir el fechitismo de los cantantes ao vivo (suelen ser de Brasil).

La acumulación de libros me marea. No soy de los que se concentran en el suyo, sino de los que no pueden dejar de pensar en todos los que no están leyendo mientras leen el suyo. Siempre he sido sensible a argumentos como los de Gabriel Zaid en Los demasiados libros, que es otro libro. La Feria del Libro la veo, en cierto modo, como una maldición. O como una erupción obscena en pleno parque. Estaban allí los tranquilos vegetales (limpiamente antibaudelerianos), y de pronto plantan las casetas con sus podridos frutos. Y algunas, las que yo busco, también con bicho. No recuerdo quién era el que lo decía (¿Manuel Vicent?), pero lo cierto es que la caseta con su escritor firmando es una caseta con bicho. Sólo ante ella me detengo.

No suelo decir nada. De hecho, jamás le he dicho nada a ningún escritor (salvo a Vargas Llosa, pero eso lo contaré otro día). Tan sólo me planto y observo. El escritor no tarda en darse cuenta. Y se pone nervioso: especialmente si está recibiendo los elogios (por lo general baratísimos) de algún fan. El caso que recuerdo con mayor regocijo fue el de Jiménez Losantos hace un lustro. Sus fans le soltaban enormidades que él recibía con cierto pudor, pero sin violentarse. Entonces advirtió que yo (un desconocido con cara de palo, para él) estaba siendo testigo. Vi cómo se avergonzaba.

A otros les falta ese pudor. A Antonio Gala, por ejemplo: siempre dispuesto a recibir su elogio y a lucirlo en la pechera de su jersey color pastel. Gala firma con el gesto del que pide pomada (que es lo que da en su prosa: quid pro quo). Al verlo tan encorvadillo, me acordé de un programa de Canal Sur en que presentó sus poemas hace unos meses. Antes de leer uno, avisó con voz quebrada: "Escúchenlo bien. Es conmovedorrr". Lo escuché bien, pero, naturalmente, la conmoción no se produjo: contraviniendo las premisas estéticas del siglo, el poetiso había puesto el carro por delante de los bueyes. (Gala es de los que siguen creyendo que una rosa puede conmover sólo porque es una rosa: en este sentido, no deja de tener su heroísmo trasnochado.) El día que lo vi estaba Carmen Posadas en el otro extremo de la caseta, y aquello parecía una competición para ver quién se había gastado más en cremitas para el cutis. Pero mientras que la cola de Gala era sólida, la de Posadas se reveló volátil. Terminó de firmarle su ejemplar a una chica, y todos los que iban detrás se retiraron: era una cola sólo de mirones.

En cualquier caso, uno percibe a Gala y a Posadas como escritores flojitos, pero no como impostores. Los impostores son otros: concretamente los hautores de libros de autoayuda. Estos son libros que, por cierto, pueden prestar ayuda efectiva: pero eso depende al 99% de los lectores (como les ocurriría con los libros que no son de autoayuda). El primer autoayudista con el que me crucé fue Bernabé Tierno, que lucía su cara descolorida y asténica debajo de un cartelón con la portada de su libro: Optimismo vital, ilustrada con una corbata de pajarita roja. La imaginación de uno (que en verdad ama la alegría) vuela hacia la jeta de un Chencho Arias antes que a la del tierno besugo que tiene delante y que en este momento le está diciendo a una clienta: "Léelo bien, que te va a cambiar la vida". (El tuteo optimistozapateril expandiéndose como fórmula comercial homologada.) Más allá estaba otro predicador tristón de la felicidad: Enrique Rojas, con su Adiós, depresión. Y, por fin, mi tahur favorito: Jorge Bucay, el Jabalí de la Pampa. Le lancé una mirada de odio, por ver si la notaba; pero creo que el tilín tilín de su caja registradora le nublaba la vista. La puntilla se la dio una fan, involuntariamente, en otra caseta. Escuché que le pidió al dependiente: "Un libro de Bucay. Y si no tiene, uno de sudokus". (¡Esa sí que sabe lo que es la autoayuda!)

Rozando el género, aunque salvándose en el fondo porque lo que hace es ayudarse descaradamente a sí mismo, estaba Sánchez Dragó. Presentaba su libro Derechazos. Pero al lado, vendiéndolo a la vez, tenía otro antiguo: El sendero de la mano izquierda. Un target amplio, a diestra y siniestra, del que sólo quedan fuera los paladares literarios exquisitos, que son (¡somos!) una ruinosa minoría.

Entre caseta con bicho y caseta con bicho, suenan de vez en cuando los altavoces, anunciando más bichos. Esta vez me conquistó un nombre: Isabelo Herreros, que no sé qué ha escrito. ¡Isabelo! ¡A ese ya se lo escribieron todo en la pila bautismal! También llegan, como bofetadas, títulos imposibles. La fabulación del plectro, juraría que oí. (Si Dios tuviese malicia, su autor sería el mismísimo Isabelo Herreros, a pesar de la asonancia, y no el otro con cuyo nombre no me quedé.)

Me impresionó ver a César Vidal, enorme (¡y lampiño!) como hipopótamo en camisa de verano. Un amigo mío le llama, con irresistible mal gusto, "la gorda macho de la Cope". Más allá estaba también Cristina López Schlichting, que supongo que será la hembra (se lo tengo que preguntar a mi amigo). Firmaba el libro Hablando de sexo con Cristina, y yo mismo estaría gustoso de hacerlo: a mí esa mujer me va. Vidal tenía un guardia de seguridad filtrando la cola, y una que pasó dijo: "Con guardia de seguridad. ¿Por qué será?". Delante de la de Schlichting escuché esto otro: "No se morirá, hija de puta". De modo que existe, pues, la famosa crispación: sólo que lanzada desde los palacetes del talante. Creo que esos dos venían de la caseta con la fila más larga: la de Joaquín Sabina. De éste había leído un par de días antes una de esas frases folklóricas y autocomplacientes con que nuestros acomodados rebeldes se descuelgan de vez en cuando: "Almudena Grandes y yo tenemos el mejor público de España". Está claro que muchos habían picado y, numerosos en la cola, querían sentirse los mejores (facturándole al factótum).

Igual que en los salones de la alta sociedad, se dan también coincidencias odiosas (para los protagonistas). Como en una caseta donde estaban León Arsenal y un tal Jorge Magano (¡le apunté el nombre!), ambos con camisa negra y con perilla. Tipos originales y se supone que con muchísima personalidad, pero repetidos como burbujitas de Freixenet. En otra caseta estaban Ian Gibson y Benjamín Prado, tal vez espiándose de reojo para que el otro no le quitase cacho de la Guerra Civil. En ocasiones la caseta hace al monje, como la de Torremozas, con unas mujeres de armas tomar (¡había una con gafas negras atusándose el pelucón!). O la caseta católica, o la caseta comunista, o la caseta alternativa, o la caseta rockera, o la caseta zen: todas con bichos uniformados hasta en los gestos. Mario Luna vendía su Sex Code disfrazado de galán metrosexual (igualito que si Melville se pusiese a vender Moby Dick disfrazado de ballena blanca). Y el librero de la caseta donde el congoleño Miampika firmaba sus Voces africanas llevaba puesta una camiseta de Coronel Tapioca (¡lo juro!). Por cierto, que la de la Editorial Mundo Negro tenía un cartel que parecía un reclamo facha: anunciaba la revista Aguiluchos.

Luis Alberto de Cuenca llevaba una camisa que le hacía parecer un componente secreto del Dúo Dinámico (habría tomate entonces: un dúo que en realidad es trío... ¡más dinamismo aún!). Mercedes Abad producía ternura por ser una feílla con sombrerito, muy coquetamente puesto. Lucía Etxebarría, como siempre, estaba como al borde del estallido físicoemocional. Rafael Reig exhibía con excesiva desenvoltura su cubata, obediente a su fama de campechano. Y Marta Rivera de la Cruz miraba el río de lectores que pasaban de largo, con los codos apoyados en el mostrador y la cara encajada en las manos: ella sí tenía tiempo de pensar en su próxima entrega. Recordé lo que había dicho unos días antes en el programa de Sánchez Dragó. Este había entrevistado al tal F. M., con su parafernalia de iniciales y luces que dejan en sombra la cara, y después la escritora dijo (ya con focos): "Yo le diría a F. M. que no hace falta que se esconda tanto, porque nadie se fija en los escritores".

Y así es (descontando casos enfermizos como el mío). En realidad, someterse a los focos y a las entrevistas y dejarse encerrar en una caseta son gestos de humildad. La Feria del Libro es, pues, una Tebaida, con sus cuevas llenas de santitos: penitentes todos, triunfadores y fracasados. Y con sus guapas libreras, como vírgenes (¡pecadoras!) en sus hornacinas.

[Publicado en Kiliedro]