13.8.06

Los días felices

He leído otro libro del lote que me trajo Hervás cuando vino con Paloma: Los Días Felices, de Laurent Graff. Paloma, por cierto, me regaló un madelman pirata, que puse junto al hipopótamo de mi escritorio. Hasta el viernes parecían una pareja de leyenda. Hoy parecen una horterada salida de Piratas del Caribe 2. Pero los dejaré ahí: la moda pasará y ellos recobrarán su decencia icónica.

Los Días Felices es la obra de un Cioran pusilánime. Esta pusilanimidad es un hallazgo nihilista: al lado de Graff, Cioran parece un campeón del vitalismo. Y, en verdad, las páginas de Cioran están llenas de energía: de energía destructora, o transparentadora, pero energía al cabo; energía combatiente y epiléptica. Al compararlo con Graff, apreciamos que Cioran no estaba diciendo una boutade cuando se declaraba un "fanático sin fe". Graff ha dado un paso más en la disipación de la vida: no tiene fe, ni tampoco la fuerza de la ausencia de fe. Es sólo un dulce contemplador del error de la existencia y de su progresivo e irremisible deterioro hasta la muerte. Sin pasión; sólo con un sufrimiento recóndito, enlatado en varias capas de pasividad.

El protagonista de la novela, que uno se imagina con la cara del autor que se ve en la solapa, considerando que ya no le interesa más la vida, ingresa en una residencia de ancianos a sus treinta y cinco años, con la idea de permanecer en ella el tiempo que le quede. Lo hace, de acuerdo con su carácter, sin estrépito y sin énfasis. El suicidio ni se lo plantea, justo por lo que tiene de estrepitoso y de enfático. Él no quiere morir. Simplemente, se retira de la vida. Le da lo mismo que el personal de la residencia o los familiares de los internos lo tomen por bobo: lo acepta sin más. Su absoluta falta de rebeldía lo convierte, de facto, en un rebelde absoluto; o en un rebelde del absoluto. Ante la tentación de existir y el inconveniente de haber nacido, ni siquiera grita. Se deja resbalar y punto: su ser es escurridizo de un modo total.

Las descripciones de la residencia y las historietas con los ancianos, que sirven para darle cuerpo a la novela (si no, no sería novela) resultan agradables y tienen la ligereza de esas películas francesas del estilo de Para todos los gustos. Pero lo mejor no es eso, sino las reflexiones sobre la vida y la muerte que va soltando el narrador; y, naturalmente, el narrador mismo como personaje. A los dieciocho años ya se ha comprado su tumba en el cementerio, a la que visita de vez en cuando y para la que va encargando lápidas con sus correspondientes epitafios. Por ejemplo, este que abre la novela: "Aquí estoy, muerto y enterrado, como si hubiera vivido". O este otro del final: "Toda mi vida me he ido dejando morir". En el relato de una de esas visitas hay una imagen preciosa: "Atravieso el cementerio como un turista vestido en una playa nudista. Las tumbas, impúdicas, me desnudan con la mirada, merman a mi paso mi frágil atuendo, una simple hoja de vida en el cuaderno de la muerte". Lo que le produce la existencia no es angustia sino pudor: un pudor de orden metafísico.

El narrador ha vivido lo suyo. Se casó y tuvo hijos. Aunque ni aun entonces le acompañó la épica doméstica ni el romanticismo de la normalidad. Sus consideraciones son más bien zoológicas: "Yo quería una mujer sencilla, modesta, resignada, con la que enfrentarme serenamente al futuro: una esposa. Tras varios meses de búsqueda infructuosa, acabé por encontrar una chica de mi edad, un poco perdida, que también quería casarse. Ella creía en el rollo de la media naranja y tuvo la debilidad de creer que yo podía ser la suya. No le llevé la contraria, ya se desengañaría ella sola". Y con respecto a los niños: "Al principio quise ocuparme de mis hijos, inculcarles el amor a la vida que yo no tenía, pero seguramente me equivoqué en algo o me faltó convicción. Cuando empezaron a crecer, me hicieron ver que no me necesitaban para forjarse su propia idea de la existencia".

Después ingresa en la residencia de ancianos y se abandona a la rutina, con obediencia, con docilidad, bajo un hilo musical de Richard Clayderman. A lo largo de Los Días Felices, que es el nombre del sitio, hay momentos de abatimiento soterrado, otros de observación diseccionadora del teatrillo de la existencia... y otros casi zen, como el de este párrafo que copio para acabar y en el que el narrador le encuentra un cierto gusto a su zumo de nada: "Sin embargo, a veces, sentado en mi banco del jardín de Los Días Felices, me parece alcanzar cierta forma de liberación, de 'sobreexistencia', de superación en el abandono, que me libera de toda subordinación. Es como una ingravidez apaciguadora en un punto inmóvil, una especie de levitación existencial que suspende el curso ordinario de la vida. Se trata de alcanzar al mismo tiempo el punto más lejano y el más cercano a uno mismo, soltar las amarras que nos atan al mundo y dejar ir las cuerdas. Se escapa entonces a toda influencia y se sobrevuela el mundo llevado por un viento nuevo".