28.7.06

Bernhard como antídoto

Hay dos cosas que se han vuelto a poner de moda: la literatura en la que “pasan cosas” y el optimismo. Frente a ambas, desoladoras, hay un antídoto implacable: Thomas Bernhard.

La literatura en la que “pasan cosas” suele ser un coñazo que no hay quien lo aguante. Esa literatura se dice hecha para la diversión, pero en realidad sólo está hecha para que el autor recaude unos euros. Exactamente como pasa con los tunos. La tuna, que es, literalmente, el cachondeo por obligación, no divierte a nadie y su única función acaba siendo que los estólidos tunos se lleven su propina. Lo mismo ocurre con la literatura en la que, al parecer, “pasan cosas”, y en la que, realmente, lo único que pasa es que el autor se lleva unos euros. Ese es el único elemento susceptible de sorpresa y novedad: ¿cuántos euros va a llevarse el autor (¡y el editor!)? ¿A qué cantidad va a ascender su propina? El resto, el contenido de esa literatura en sí, es de lo más aburrido y previsible: y los códigos del viento, las catedrales de sábanas, los pintores de cruasanes y hasta los cursos de literatura para da vincis no son más que cansinas variaciones del “clavelito, clavelito”. Desengañémonos: en España, el único al que se puede leer realmente es a Javier Marías. Y, a nivel internacional (y ya póstumo), aunque traducido al español (¡por Miguel Sáenz!), a Thomas Bernhard. En sus novelas puede que no “pasen cosas”, pero sí que pasa algo: la literatura. Que es, por cierto, el único acontecimiento digno que puede pasar en una página.

Por otro lado está toda esa patulea de optimistas oficiales que responden a los ominosos nombres de Bucay, Coelho o Rojas Marcos y que, con su optimismo oficial, están conduciendo a la humanidad al borde del suicidio. Nada hay más deprimiente e invitador al suicidio que un blando optimista oficial. Salimos de la conferencia de un blando optimista oficial, por ejemplo del gordinflón vestido de negro con toque sport Bucay, y el primer impulso es correr al otorrino para suplicarle una extirpación de oídos que nos impida ser ya susceptibles de volver a escuchar en ninguna otra ocasión futura al gordinflón vestido de negro con toque sport Bucay. Bucay, Coelho y Rojas Marcos atufan el mundo con eso que yo llamo optimismo deprimente. En el lado opuesto estaría Thomas Bernhard, que perfuma el mundo con eso que yo llamo pesimismo exaltante. Una vez propuse un experimento, y cualquier antropólogo que quiera probar científicamente esta división mía no tiene más que llevarlo a la práctica. Se trataría de meter en dos chalets iguales a sendos grupos equivalentes de personas y mantenerlas encerradas en ellos durante, digamos, cien días. A los habitantes del chalet A se les daría como única lectura libros de Bucay, Coelho y Rojas Marcos. A los del chalet B, sólo libros de Thomas Bernhard. Pues bien: afirmo que el índice de suicidios, al cabo de los cien días, sería infinitamente superior en el chalet A. Los habitantes del chalet A andarían pegándose cabezazos contra las paredes, y arrojándose los unos a los otros los libros de Bucay, Coelho y Rojas Marcos, de hecho no cesarían de torturarse y descalabrarse los unos a los otros con los libros de Bucay, Coelho y Rojas Marcos, y los más afortunados lograrían desarrollar un método para suicidarse autogolpeándose certeramente en la nuca con un libro de Bucay, Coelho o Rojas Marcos, y así poderse librar definitivamente de los libros de Bucay, Coelho y Rojas Marcos. Por el contrario, los habitantes del chalet B habrían formado una comunidad carcajeante que comentaría y se intercambiaría con gusto y avidez los libros de Thomas Bernhard, y no querrían que el encierro se acabase nunca, al menos no en tanto a cada uno le quedase todavía algún libro de Thomas Bernhard por leer, y cuando finalmente llegase la hora de salir, lo harían como unas motos y con ganas de comerse el mundo...

Porque este es el secreto; este es, como diría Salinger, el maldito secreto: los libros que nos exaltan no son los que acumulan banalidades con apariencia de acontecimientos, y que no son sino síntomas de una incapacidad cerval para la diversión, sino aquellos en los que el principal acontecimiento es la literatura, que es un acontecimiento que nos divierte muchísimo; no aquellos libros que nos sustituyen la vida por un sucedáneo para que la podamos digerir blandamente, sino los que nos arrojan a la cara, o nos meten por la boca, la indigestibilidad esencial de la vida, para que comprobemos cómo, a pesar de todo, nos la podemos comer, y la digerimos, y hasta nos gusta, y nos carcajeamos por ello, y aprendemos entonces con orgullo que esto que decimos amar ardientemente no es un potito bledine (¡un potito Bucay!), sino un jabalí crudo (¡un jabalí Bernhard!) que sí que merece el nombre de vida.

[Publicado en Kiliedro]

26.7.06

La rebelión de la batuta

Una vez, al caer con el zapping (¡juro que no fui voluntariamente!) en un concierto de Luis Cobos, creí percibir algo. Fue fugaz, pero decidí seguir el rastro. Así que grabé el concierto, y luego lo analicé pormenorizadamente. Desde entonces, he hecho más grabaciones de conciertos y actuaciones de Luis Cobos y en todas se confirma mi intuición primera. Paso a exponer los resultados de mis análisis:

La batuta quiere cruzarle la cara a Luis Cobos. La batuta, en tanto representante de la Música, odia a Luis Cobos (en tanto representante de la Antimúsica) y en todo momento quiere cruzarle la cara. Todo concierto de Luis Cobos es una denodada lucha entre Luis Cobos, en tanto productor y ejecutor de Antimúsica, y su batuta, que, en tanto amante y representante de la Música, quiere cruzarle la cara a Luis Cobos. Por desgracia, la batuta es un utensilio con muy poca fuerza física. Por eso jamás hasta hoy ha conseguido cruzarle la cara a Luis Cobos. Pero lo intenta. Fíjense a partir de ahora: la batuta, en manos de Luis Cobos, intenta siempre alzarse hacia su jeta y cruzársela, incluso a veces intenta, en tanto amante y representante de la Música, saltarle un ojo al director, a ese director, en tanto productor y ejecutor de Antimúsica, y hasta clavarse en sus carrillos, y picotear en ellos tal pájaro carpintero en corteza de árbol. La batuta, aunque es de palo, tiene más alma y más sensibilidad que Luis Cobos con su jeta de palo insensible y sin alma (¡y su melenita estólida!). Por eso el gran sueño de la batuta de Luis Cobos, y todos los que amamos la Música apoyamos su sueño, es lograr un día cruzarle la cara a ese infame productor y ejecutor de Antimúsica, o saltarle un ojo, o clavársele en los carrillos y acuchillárselos (¡al fin!) musicalmente.

25.7.06

Gloria a Morrissey

En este verano triste, pero también hermoso, vuelven a sonar las canciones de Morrissey; por debajo, el zumbido del ventilador. Es como si las mismas canciones se animaran, “suscitando fresca brisa”. Cuando el sábado leí en el periódico que iban a retransmitir en directo su concierto desde Benicàssim, fui a buscar una cinta para grabarlo. Por un gozoso azar, la primera que encontré fue una con grabaciones de La Edad de Oro que hice durante su reposición de este invierno. La última era precisamente la del concierto de los Smiths en Madrid en abril de 1985. Ahora pongo la cinta y ahí está el Morrissey joven, espigado y con gafas, abriéndose la camisa roja y retorciéndose en aquella primavera, y a los diez segundos ya está el Morrissey maduro y fondón de veintiún años después, con su camisa amarilla, más trágico pero aún guapo, pisando el tiempo con una mezcla solemne de autoparodia y afirmación, en este verano de nuestro descontento. El efecto, contra lo que pudiera parecer, es feliz. Se ve a aquel chico trabajado ya por la vida. El sufrimiento y la dicha se le han marcado en el cuerpo y en el rostro. Los años no han pasado impunemente: hay decadencia, pero también hay esplendor. Y al otro lado del televisor estamos nosotros, como él: bellos y heridos. La vida, como dice en su última canción, es una pocilga. Pero aquí seguimos, cantándola. Como fondo del escenario había un enorme retrato de Oscar Wilde. Hace poco he leído una bonita reflexión de Borges sobre Wilde. Decía que, cuando le citamos, celebramos su brillantez pero solemos olvidar una cosa: que casi siempre tiene razón. Es cierto. Y quizá ese fue su gesto estético supremo, envolver su razón (también) en brillos frívolos. Durante el concierto, que empezó a las nueve, se fue poniendo el sol. Los últimos rayos alumbraron la camisa amarilla mientras Morrissey cantaba Let me kiss you ("Close your eyes / and think of someone you physically admire / and let me kiss you..."). Luego la arrojó al público y se puso una celeste. Otro crespúsculo y la noche. Nuestra vida entera. Felicidad.